miércoles, 1 de septiembre de 2010

En algún punto en Suabia.

Los brazos le dolían. Las manos rojas por tener el mango firme. Demasiado firme para su costumbre. Casi sin descansar, Hulda llevaba por lo menos cuarenta minutos cortando frenéticamente madera. Solo se detenía para secarse la transpiración de la frente con el vestido.
Estaba tarde, ya tendría que haberse internado en el bosque a buscar hongos cuando llegó la lluvia.
Como un animal, Hulda continuó con su trabajo sin inmutarse. Los brazos bajaban y subían, ahora ya sin importar si debajo del filo había o no madera. Ella, con el ceño levemente fruncido y los ojos perdidos en el pasto, en el barro, en años de cuidados, en días al lado de una cama. En viajes hacia el boticario del pueblo. En eternas esperas. En las arrugas inexpresivas y endurecidas por la inactividad. En meses de ver solo una cara, todo el día. Y ni una palabra.
Llovía tanto que no se podría haber sabido si la adolescente lloraba.
Cuando tuvo suficiente, ato la leña con una tela roja y cargó el bulto. A pesar de que era pesado, no le costo subir la loma que la separaban de la leñera.
                                              Estaba agachada en el bosque, con una canasta casi llena de hongos cuando escuchó su nombre entre los arboles. No contestó al llamado.
Era el hijo del herrero, corriendo para avisarle.
Hulda ya sabia, en la cabaña, la abuela estaba muerta.